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Las intermitencias de la muerte, de José Saramago (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas
benefactoras instituciones creadas en atención a la
tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia
para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y
levantarse de noche para poner la bacinilla, tampoco
tardarán, tal como ya lo habían hecho los
hospitales y las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de
las lamentaciones. Haciendo justicia a quien se debe, tenemos que
reconocer que la incertidumbre en que se encuentran divididos, es
decir, continuar o no continuar recibiendo huéspedes, era
una de las más angustiantes que podrían desafiar
los esfuerzos equitativos y el talento planificador de cualquier
gestor de recursos humanos. Principalmente porque el resultado
final, y esto es lo que caracteriza los auténticos
dilemas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal
como sus quejosos colegas de la inyección intravenosa y de
la corona de flores con cinta morada, a la seguridad resultante
de la continua e imparable rotación de vidas y muertes,
unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los
hogares de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar
en un futuro de trabajo en que los objetos de sus cuidados no
mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para exhibirlos
más lamentables cada día que pasase, más
decadentes, más tristemente descompuestos, el rostro
encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de uva, los
miembros trémulos y dubitativos, como un barco que
inútilmente anduviese en busca de la brújula que
había caído en el mar. Un nuevo huésped
siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso,
tenía un nombre que iba a ser necesario retener en la
memoria, hábitos propios traídos del mundo
exterior, manías que eran sólo suyas, como un
cierto funcionario retirado que todos los días
tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no
soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella
anciana que dibujaba árboles genealógicos de su
familia y nunca acertaba con los nombres que deberían
colgar de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina
nivelase la atención debida a los internados, él
sería el nuevo, el benjamín del grupo, y lo
sería por última vez en su vida, aunque durase
tanto como la eternidad, esta que, como del sol suele decirse,
brilla para todos los habitantes de este país afortunado,
nosotros que veremos extinguirse el astro del día y
seguiremos vivos, nadie sabe cómo ni por qué.
Ahora, sin embargo, el nuevo huésped, excepto si ocupa
alguna vacante que todavía existiera y que redondea el
presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de
antemano, no lo veremos salir de aquí para morir en casa o
en el hospital, como sucedía en los viejos tiempos,
mientras otros huéspedes cerraban con llave
apresuradamente la puerta de sus habitaciones, para que la muerte
no entrara y se los llevara también a ellos, ya sabemos
que todo esto son cosas de un pasado que no volverá, pero
alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte,
a nosotros, empresario, gerente y empleados de los hogares del
feliz ocaso, el destino que se nos presenta es que no haya nadie
que nos recoja cuando llegue la hora en que tengamos que bajar
los brazos, mire que ni siquiera somos señores de lo que
de alguna manera también era nuestro, al menos por el
trabajo que nos costó durante años y años,
aquí deberá sobreentenderse que los empleados han
tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá
sitio para estos que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo
si despedimos a unos cuantos huéspedes, al gobierno se le
había ocurrido la misma idea cuando aquel debate sobre la
plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus
obligaciones, dijeron, pero para eso sería necesario que
todavía se encontrase en ella a alguien con suficiente
tino en la cabeza y bastante energía en el resto del
cuerpo, dones cuyo plazo de validez, como sabemos por experiencia
propia y por el panorama que el mundo ofrece, tienen la
duración de un suspiro si lo comparamos con esta eternidad
recientemente inaugurada, el remedio, salvo opinión
más experta, sería multiplicar los hogares del
feliz ocaso, no como hasta ahora, aprovechando viviendas y
palacetes que tuvieron tiempos mejores, sino construyendo de
raíz grandes edificios, con la forma de un
pentágono, por ejemplo, de una torre de babel, de un
laberinto de cnosos, primero barrios, después ciudades,
después metrópolis, o, usando palabras más
crudas, cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable
vejez sería cuidada como Dios quisiera, hasta no se sabe
cuándo, pues sus días no tendrán fin, el
problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la
atención de quien por derecho corresponda, porque, con el
paso del tiempo, no sólo habrá más personas
de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también
será necesaria cada vez más gente para ocuparse de
ellos, resultando que el romboide de las edades dará
rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa
gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo,
engullendo como una serpiente pitón a las nuevas
generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su
mayoría en personal de asistencia y administración
de los hogares del feliz ocaso, después de haber empleado
la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las
edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas,
multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos,
tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, ad
infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que se
desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los
otoños pretéritos, mais oü sont les neiges
d'antan
, al hormiguero interminable de los que, poco a poco,
consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las
legiones de los de la mala vista y mal oído, de los
herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron
el cuello del fémur, de los parapléjicos, de los
caquécticos, ahora inmortales, que no son capaces ni de
retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes,
señores que nos gobiernan, quizá no nos quieran
creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las
pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado,
ni siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y
temblor, se vería una cosa igual, lo decimos nosotros que
tenemos la experiencia del primer hogar del feliz ocaso, es
cierto que entonces todo era muy pequeño, pero para alguna
cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le
hablemos con franqueza, con el corazón en la mano, antes
la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que
semejante suerte.

Una terrible amenaza que se avecina pondrá en
peligro la supervivencia de nuestra industria, es lo que
declaró ante los medios de comunicación social el
presidente de la federación de compañías de
seguros, refiriéndose a los muchos miles de cartas que,
más o menos con idénticas palabras, como si las
hubiesen copiado de un modelo único, estaban entrando en
los últimos días en las empresas conteniendo una
orden de cancelación inmediata de las pólizas de
seguros de vida de los respectivos signatarios. Afirmaban
éstos que, teniendo en cuenta el hecho público y
notorio de que la muerte había puesto fin a sus
días, era absurdo, por no decir simplemente
estúpido, seguir pagando unas primas altísimas que
sólo servirían, sin ninguna especie de
contrapartida, para enriquecer todavía más a las
compañías. No estoy para atar perros con
longanizas, se desahogaba, en posdata, un asegurado especialmente
irritado. Algunos iban más lejos, reclamaban la
devolución de las cuantías ya abonadas, pero eso se
notaba enseguida que era nada más que un intento, a ver si
colaba. A la inevitable pregunta de los periodistas sobre
qué pensaban hacer las compañías de seguros
para contrarrestar la salva de artillería pesada que de
pronto se les vino encima, el presidente de la federación
respondió que, aunque los asesores jurídicos
estuvieran, en este preciso momento, estudiando con toda
atención la letra pequeña de las pólizas en
busca de cualquier posibilidad interpretativa que permitiese,
siempre dentro de la más estricta legalidad, claro
está, imponer a los asegurados heréticos, incluso
contra su voluntad, la obligación de pagar mientras
estuvieran vivos, es decir, sempiternamente, lo más
probable sería que se llegase a un pacto de consenso, un
acuerdo entre caballeros, que consistiría en la
inclusión de una breve cláusula en las
pólizas, tanto para la rectificación de ahora como
para la vigencia futura, en que quedaría establecida la
edad de ochenta años para muerte obligatoria, obviamente
en sentido figurado, se apresuró a añadir el
presidente, sonriendo con indulgencia. De esta manera, las
compañías cobrarían los premios en la
más perfecta normalidad hasta la fecha en que el feliz
asegurado cumpliera su octogésimo aniversario, momento en
que, puesto que se había convertido en alguien
virtualmente muerto, se procedería al cobro del montante
íntegro del seguro, que le sería puntualmente
satisfecho. Todavía habría que añadir, y
esto no es lo menos interesante, que, en el caso de que
así lo deseen, los clientes podrán renovar su
contrato por otros ochenta años, al final de los cuales,
para los efectos debidos, se registraría un segundo
óbito, repitiéndose el procedimiento anterior y
así sucesivamente. Se oyeron murmullos de
admiración y algún conato de aplauso entre los
periodistas rápidos en cálculo actuarial, que el
presidente agradeció con una inclinación de cabeza.
Estratégica y tácticamente, la jugada había
sido perfecta, hasta el punto de que al día siguiente
comenzaron a llegar cartas a las compañías de
seguros dando por nulas y sin efectos las primeras. Todos los
asegurados se declaraban dispuestos a aceptar el pacto entre
caballeros que se había sugerido, gracias al que se puede
decir, sin exageración, que éste ha sido uno de
esos rarísimos casos en que nadie pierde y todos ganan.
Sobre todo las compañías de seguros, salvadas por
los pelos de la catástrofe. Se espera que en las
próximas elecciones el presidente de la federación
sea reelegido en el cargo que tan brillantemente
desempeña.

De la primera reunión de la comisión
interdisciplinaria se puede decir de todo menos que haya
transcurrido bien. La culpa, si el pesado término tiene
aquí cabida, la tuvo el dramático memorando que los
hogares del feliz ocaso entregaron al gobierno, en especial esa
conminatoria frase que remataba, Antes la muerte,
señor primer ministro, antes la muerte que tal
suerte
. Cuando los filósofos, divididos, como
siempre, en pesimistas y optimistas, unos carrancudos, otros
risueños, se disponían a recomenzar por
milésima vez la agotadora disputa del vaso del que no se
sabe si está medio lleno o medio vacío, disputa
que, transferida para la cuestión que los había
congregado, se acabaría reduciendo, con toda probabilidad,
a un mero inventario de las ventajas o desventajas de estar
muerto o de vivir para siempre, los delegados de las religiones
se presentaron formando un frente unido común con el que
aspiraban a establecer el debate en el único terreno
dialéctico que les interesaba, es decir, la
aceptación explícita de que la muerte era
absolutamente fundamental para la realización del reino de
dios y que, por tanto, cualquier discusión sobre un futuro
sin muerte sería absurda además de blasfema, porque
implicaría presuponer, inevitablemente, un dios ausente,
por no decir desaparecido. No se trataba de una actitud nueva, el
propio cardenal ya apuntó con el dedo el busilis que
supondría esta versión teológica de la
cuadratura del círculo cuando, en su conversación
telefónica con el primer ministro, admitió, bien es
verdad que con palabras mucho menos claras, que si se acabara la
muerte no podría haber resurrección, y que sin
resurrección no tendría sentido que hubiera
iglesia. Así pues, siendo éste, pública y
notoriamente, el único instrumento de labor de que Dios
parece disponer en la tierra para labrar los caminos que
deberán conducir a su reino, la conclusión obvia e
irrebatible es que toda la historia santa termina inevitablemente
en un callejón sin salida. Este ácido argumento
salió de la boca del filósofo pesimista de
más edad, que no contento añadió a
continuación, Las religiones, todas, por más
vueltas que le demos, no tienen otra justificación para
existir que no sea la muerte, la necesitan como pan para la boca.
Los delegados de las religiones no se tomaron la molestia de
protestar. Al contrario, uno de ellos, reputado integrante del
sector católico, dijo, Tiene razón, señor
filósofo, justo para eso existimos, para que las personas
se pasen toda la vida con el miedo colgado al cuello y, cuando
les llegue su hora, acojan la muerte como una liberación,
El paraíso, Paraíso o infierno, o cosa ninguna, lo
que pase después de la muerte nos importa mucho menos de
lo que generalmente se cree, la religión, señor
filósofo, es un asunto de la tierra, no tiene nada que ver
con el cielo, No es eso lo que nos han habituado a oír,
Algo tendríamos que decir para hacer atractiva la
mercancía, Eso quiere decir que en realidad no creen en la
vida eterna, Hacemos como que sí. Durante un minuto no
habló nadie. El mayor de los pesimistas dejó que
una vaga y suave sonrisa apareciera en su cara, con el aire de
quien acaba de ver coronado de éxito un difícil
experimento de laboratorio. Siendo así, intervino un
filósofo del ala optimista, Por qué les asusta
tanto que la muerte haya acabado, No sabemos si ha acabado,
sabemos sólo que ha dejado de matar, que no es lo mismo,
De acuerdo, pero, dado que la duda no está resuelta,
mantengo la pregunta, Porque si los seres humanos no muriesen,
todo estaría permitido, Y eso sería malo,
preguntó el filósofo de más edad, Tanto como
no permitir nada.

Hubo un silencio. A los ocho hombres sentados alrededor
de la mesa les había sido encomendado que reflexionasen
sobre las consecuencias de un futuro sin muerte y que
construyesen a partir de los datos del presente una
previsión plausible de las nuevas cuestiones con que la
sociedad tendría que enfrentarse, además, excusado
será decirlo, del inevitable agravamiento de las
cuestiones antiguas. Mejor sería no hacer nada, dijo uno
de los filósofos optimistas, los problemas del futuro, el
futuro los resolverá, Lo malo es que el futuro es ya hoy,
dijo uno de los pesimistas, tenemos aquí, entre otros, los
memorandos elaborados por los llamados hogares del feliz ocaso,
por los hospitales, por las agencias funerarias, por las
compañías de seguros, y salvo el caso de
éstas, que siempre encuentran la manera de sacar provecho
de cualquier situación, hay que reconocer que las
perspectivas no se limitan a ser sombrías, son
catastróficas, terribles, exceden en peligros a todo lo
que la más delirante imaginación pueda concebir,
Sin ánimo de ser irónico, que en las actuales
circunstancias sería de pésimo gusto,
observó un integrante no menos reputado del sector
protestante, me parece que esta comisión ya nació
muerta, Los hogares del feliz ocaso tienen razón,
antes la muerte que tal suerte, dijo el portavoz de los
católicos, Qué piensan hacer, preguntó el
pesimista de más edad, aparte de proponer la
extinción inmediata de la comisión, como parece que
ustedes desean, Por nuestra parte, iglesia católica,
apostólica y romana, organizaremos una campaña
nacional de oraciones para rogar a Dios que providencie el
regreso de la muerte lo más rápidamente posible a
fin de ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, Dios
tiene autoridad sobre la muerte, preguntó uno de los
optimistas, Son las dos caras de la misma moneda, a un lado el
rey, al otro la corona, Siendo así, tal vez la muerte se
haya retirado por orden de Dios, En su tiempo conoceremos los
motivos de esta probación, mientras tanto vamos a poner
los rosarios a trabajar, Nosotros haremos lo mismo, me refiero a
las oraciones, claro, no a los rosarios, sonrió el
protestante, Y también sacaremos procesiones a las calles
de todo el país pidiendo la muerte, de la misma manera que
lo hicimos ad petendam pluviam, para pedir la lluvia, tradujo el
católico, A tanto no llegaremos nosotros, esas procesiones
no forman parte de las manías que cultivamos,
volvió a sonreír el protestante. Y nosotros,
preguntó uno de los filósofos optimistas con un
tono que parecía anunciar su próximo ingreso en las
filas contrarias, qué vamos a hacer a partir de ahora,
cuando parece que todas las puertas se han cerrado, Para empezar,
levantar la sesión, respondió el de más
edad, Y luego, Seguir filosofando, ya que nacimos para esto, y
aunque sea sobre el vacío, Para qué, Para
qué, no sé, Entonces, por qué, Porque la
filosofía necesita tanto de la muerte como las religiones,
si filosofamos es porque sabemos que moriremos, monsieur de
montaigne ya dijo que filosofar es aprender a morir.

Incluso no siendo filósofos, al menos en el
sentido más común del término, algunos
habían conseguido aprender el camino.
Paradójicamente, no tanto aprender a morir ellos mismos,
porque todavía no les había llegado el tiempo, sino
a engañar la muerte de otros, ayudándola. El
expediente utilizado, como no tardará en verse, fue una
nueva manifestación de la inagotable capacidad inventiva
de la especie humana. En una aldea cualquiera, a pocos
kilómetros de la frontera con uno de sus países
limítrofes, vivía una familia de campesinos pobres
que tenía, por mal de sus pecados, no un pariente, sino
dos, en estado de vida suspendida o, como se prefería
decir, de muerte parada. Uno de ellos era un abuelo de esos a la
antigua usanza, un patriarca de carácter duro que la
enfermedad había reducido a un mísero
guiñapo, aunque no le hizo perder por completo el sentido
del habla. El otro era una criatura de pocos meses para la que no
hubo tiempo de enseñar ni la palabra vida ni la palabra
muerte y ante quien la muerte real se negaba a mostrarse. No
morían, no estaban vivos, el médico rural que los
visitaba una vez por semana decía que ya nada podía
hacer por ellos ni contra ellos, ni siquiera inyectarles, a uno y
a otro, una buena droga letal, de esas que no hace mucho tiempo
hubieran sido la solución radical para cualquier problema.
Como mucho, tal vez pudiera empujarlos un paso hacia donde se
supone que la muerte se encuentra, pero sería en vano,
inútil, porque en ese preciso instante, inalcanzable como
antes, ella daría otro paso y mantendría la
distancia. La familia fue a pedirle ayuda al cura, que
oyó, levantó los ojos al cielo y no tuvo otra
palabra para responder sino que todos estamos en manos de Dios y
que la misericordia divina es infinita. Pues sí, infinita
será, pero no lo suficiente para ayudar a nuestro padre y
abuelo a morir en paz ni para salvar a un pobre inocente que no
le ha hecho nada malo al mundo. En esto estábamos, ni para
delante, ni para atrás, sin remedio y sin esperanza,
cuando el viejo habló, Que se acerque alguien, dijo,
Quiere agua, preguntó una de las hijas, No quiero agua,
quiero morir, Ya sabe que el médico dice que no es
posible, padre, recuerde que la muerte se ha terminando, El
médico no entiende nada, desde que el mundo es mundo
siempre ha habido una hora y un lugar para morir, Ahora no, Ahora
sí, Tranquilícese, padre, que le sube la fiebre, No
tengo fiebre, y aunque la tuviera, daría lo mismo,
así que óyeme con atención, Le estoy oyendo,
Acércate más, antes de que se me quiebre la voz,
Diga. El viejo musitó algunas palabras al oído de
la hija. Ella negaba con la cabeza, pero él
insistía e insistía. Esto no va a resolver nada,
padre, balbuceó ella estupefacta, pálida de miedo,
Lo resolverá, Y si no se resuelve, No perdemos nada por
intentarlo, Y si no se resuelve, Es fácil, me traen de
vuelta a casa, Y el niño, El niño viene
también, si me quedo allí, se quedará
conmigo. La hija intentó pensar, se le leía en la
cara la confusión, y finalmente preguntó, Y por
qué no los traemos y los enterramos aquí,
Imagínate lo que pasaría, dos muertos en casa en
una tierra donde nadie, por más que se haga, consigue
morir, cómo lo explicarías tú,
además, tengo mis dudas de que la muerte, tal como
están las cosas, nos dejara entrar, Es una locura, padre,
Tal vez lo sea, pero no veo otro medio para salir de esta
situación, Lo queremos vivo, no muerto, Pero no en el
estado en que me ves aquí, un vivo que está muerto,
un muerto que parece vivo, Si es así, cumpliremos su
voluntad, Dame un beso. La hija le besó la frente y
salió a llorar. Desde ahí, bañada en
lágrimas, fue a anunciar al resto de la familia que el
padre había determinado que lo llevasen esa misma noche al
otro lado de la frontera, donde, según su idea, la muerte,
todavía en vigor en ese país, no tendría
más remedio que aceptarlo.

La noticia se recibió con un sentimiento complejo
de orgullo y resignación, orgullo porque no se ve todos
los días a un anciano ofrecerse así, con su propio
pie, a la muerte que le huye, resignación porque perdido
uno, perdido cien, qué le vamos a hacer, contra lo que
tiene que suceder toda la fuerza sobra. Como está escrito
que no se puede tener todo en la vida, el valeroso viejo
dejará en su lugar nada más que una familia pobre y
honesta que no se olvidará de honrar su memoria. La
familia no era sólo esta hija que salió a llorar y
la criatura que no le había hecho ningún mal al
mundo, era también otra hija y el marido respectivo,
padres de tres niños felizmente de buena salud, más
una tía soltera a la que se le pasó hace mucho la
edad de casarse. El otro yerno, el marido de la hija que
salió a llorar, vive en un país distante,
emigró para ganarse la vida y mañana sabrá
que perdió a la vez al único hijo que tenía
y el suegro a quien estimaba. Es así la vida, va dando con
una mano hasta que llega el día que quita todo con la
otra. Que importan poco a este relato los parentescos de unos
cuantos campesinos que lo más probable es que no vuelvan a
aparecer, lo sabemos mejor que nadie, pero nos ha parecido que no
estaría bien, incluso desde un estricto punto de vista
técnico-narrativo, despachar en dos líneas
rápidas precisamente a estas personas que van a ser
protagonistas de uno de los más dramáticos lances
ocurridos en esta, aunque cierta, inverídica historia
sobre las intermitencias de la muerte. Ahí están,
pues. Apenas nos faltó decir que la tía soltera
todavía manifestó una duda, Qué dirán
los vecinos, preguntó, cuando descubran que ya no
están aquí aquellos que, sin morir, a la muerte
estaban. En general la tía soltera no habla de una manera
tan preciosista, tan rebuscada, y si lo ha hecho ahora era para
no estallar en lágrimas, que así sucedería
si hubiese pronunciado el nombre del niño que no le
había hecho ningún mal al mundo y las palabras mi
hermano. Le respondió el padre de los otros tres
niños, Les decimos simplemente lo que pasó y
esperamos las consecuencias, al menos seremos acusados de hacer
entierros clandestinos, fuera del cementerio y sin conocimiento
de las autoridades, y para colmo en otro país,
Ojalá que no se comience ninguna guerra por esto, dijo la
tía.

Era casi medianoche cuando salieron camino de la
frontera. Como si sospechara que algo extraño estaba
tramándose, la aldea había tardado más de lo
habitual en recogerse entre las sábanas. Por fin el
silencio tomó a su cargo las calles y las luces de las
casas se fueron apagando una a una. La mula fue enganchada al
carromato, después, con mucho esfuerzo, pese a lo poco que
pesaba, el yerno y las dos hijas bajaron al abuelo, lo
tranquilizaron cuando él, con voz apagada, preguntó
si llevaban la pala y la azada, Sí las llevamos,
quédese tranquilo, y luego subió la madre del
niño, lo tomó en brazos, dijo, Adiós mi hijo
que no te volveré a ver, y esto no era verdad, porque ella
también iría en el carromato con la hermana y el
cuñado, puesto que tres no serían demasiado para la
tarea. La tía soltera no quiso despedirse de los viajeros
que no regresarían y se encerró en el cuarto con
los sobrinos. Como los aros metálicos de las ruedas del
carromato causarían estrépito en el irregular
empedrado de la calle, con grave riesgo de que fueran apareciendo
en las ventanas los habitantes curiosos de saber adonde
irían los vecinos a esa hora, dieron un rodeo por caminos
de tierra hasta que llegaron finalmente a la carretera, fuera de
la aldea. No estaban muy lejos de la frontera, pero lo malo era
que la carretera no los llevaba hasta ella, en cierto punto
tendrían que dejarla y continuar por atajos por los que el
carromato apenas cabría, eso sin hablar de que el
último tramo deberían hacerlo a pie,
abriéndose paso entre matorrales, cargando con el abuelo
Dios sabe cómo. Afortunadamente el yerno conoce bien estos
parajes porque, aparte de habérselos pateado como cazador,
también, alguna que otra vez, había ejercido de
contrabandista aficionado. Tardaron casi dos horas en llegar al
punto donde tendrían que dejar el carromato, y ahí
fue cuando se le ocurrió al yerno llevar al abuelo sobre
la mula, confiando en la firmeza de los jarretes del animal.
Desengancharon la bestia, la aliviaron de los arreos superfluos
y, con mucho esfuerzo, trataron de izar al viejo. Las dos mujeres
lloraban, Ay mi querido padre, Ay mi querido padre, y con las
lágrimas se les iba la poca fuerza que todavía les
quedaba. El pobre hombre estaba medio inconsciente, como si ya
hubiera atravesado el primer umbral de la muerte. No lo
conseguiremos, exclamó con desesperación el yerno,
pero de súbito se le ocurrió que la solución
sería que él montara primero y tirara
después del abuelo, que quedaría en la cruz de la
mula, delante, Lo llevo abrazado, no hay otra manera, vosotras
ayudad desde ahí. La madre del niño fue hasta el
carromato a arreglar la pequeña manta que lo
cubría, no vaya el pobrecito a enfriarse, y regresó
junto a la hermana, A la una, a las dos, a las tres, dijeron,
pero fue como si nada, ahora el cuerpo pesaba tanto que
parecía de plomo, lo único que pudieron hacer fue
dejarlo en el suelo. Entonces sucedió una cosa nunca
vista, una especie de milagro, un prodigio, una maravilla. Como
si por un instante la ley de la gravedad hubiera sido suspendida
o pasara a actuar al contrario, de abajo hacia arriba, el abuelo
se escapó suavemente de las manos de las hijas y, por
sí mismo, levitando, subió hasta los brazos
extendidos del yerno. El cielo, que desde el principio de la
noche había estado cubierto de pesadas nubes que
amenazaban lluvia, se abrió y dejó aparecer la
luna. Ya podemos seguir, dijo el yerno, hablándole a su
mujer, tú llevas la mula. La madre del niño
abrió un poco la manta para ver cómo estaba el
hijo. Los párpados, cerrados, eran como dos
pequeñas manchas pálidas, el rostro, un dibujo
confuso. Entonces dio un grito que recorrió todo el
espacio alrededor e hizo que se estremecieran en sus cuevas los
animales salvajes, No, no seré yo quien lleve a mi hijo al
otro lado, no lo traje a la vida para entregarlo a la muerte con
mis propias manos, llevaos a padre, yo me quedo aquí. La
hermana se le acercó y le preguntó, Prefieres
asistir, año tras año, a su agonía, Tienes
tres hijos con salud, hablas sin saber, Tu hijo es como si fuera
mío, Si es así, llévatelo tú, yo no
puedo, Y yo no debo, sería matarlo, Cuál es la
diferencia, No es lo mismo llevar hasta la muerte y matar, por lo
menos en este caso, tú eres la madre de este niño,
no yo, Serías capaz de llevar a uno de tus hijos, o a
todos, Pienso que sí, pero no lo puedo jurar, Entonces
tengo razón, Si es eso lo que quieres, espéranos,
vamos a llevar a padre. La hermana se apartó,
agarró la mula por la brida y preguntó, Vamos, el
marido respondió, Vamos, pero despacio, no quiero que se
me caiga. La luna, llena, brillaba. En algún lugar,
adelante, se encontraba la frontera, esa línea que
sólo en los mapas es visible. Cómo sabremos
cuándo hemos llegado, preguntó la mujer, Padre lo
sabrá. Ella comprendió y no hizo más
preguntas. Continuaron andando, cien metros, diez pasos, y de
repente el hombre dijo, Llegamos, Se acabó, Sí.
Detrás, una voz repitió, Se acabó. La madre
del niño amparaba por última vez al hijo muerto en
el regazo de su brazo izquierdo, la mano derecha sujetaba en el
hombro la pala y la azada que los otros habían olvidado.
Andemos un poco más, hasta aquel fresno, dijo el
cuñado. A lo lejos, en una ladera, se distinguían
las luces de una aldea. Por el pisar de la mula se notaba que la
tierra era blanda, debería ser fácil de cavar. Este
sitio me parece bueno, dijo por fin el hombre, el árbol
nos servirá de señal cuando vengamos a traerles
unas flores. La madre del niño dejó caer la pala y
la azada y, suavemente, puso al hijo en el suelo.

Después, las dos hermanas, con mil cautelas para
que no resbalara, recibieron el cuerpo del padre y, sin esperar
la ayuda del hombre que ya desmontaba la mula, lo colocaron al
lado del nieto. La madre del niño sollozaba,
repetía monótonamente, Mi hijo, mi padre, y la
hermana vino y la abrazó, llorando también y
diciendo, Es mejor así, es mejor así, la vida de
estos infelices ya no era vida. Se arrodillaron ambas en el suelo
condoliéndose por los muertos que habían venido a
engañar a la muerte. El hombre ya manejaba la
azada, cavaba, retiraba con la pala la tierra suelta, y
luego volvía a cavar. Debajo la tierra era más
dura, más compacta, algo pedregosa, sólo al cabo de
media hora de trabajo continuo la cavidad alcanzó
profundidad suficiente. No había ataúd ni mortaja,
los cuerpos descansarían sobre la pura tierra, sólo
con las ropas que traían puestas. Uniendo las fuerzas, el
hombre y las dos mujeres, él dentro de la sepultura, ellas
fuera, una a cada lado, bajaron lentamente el cuerpo del viejo,
ellas sosteniéndolo por los brazos abiertos en cruz,
él amparándolo hasta que tocó el fondo. Las
mujeres no paraban de llorar, el hombre tenía los ojos
secos, pero todo él temblaba, como atacado por una fiebre
violenta. Todavía faltaba lo peor. Entre lágrimas y
sollozos, el niño fue descendido, colocado junto al
abuelo, pero allí no estaba bien, un bultito
pequeño, insignificante, una vida sin importancia, dejada
de lado como si no perteneciera a la familia. Entonces el hombre
se inclinó, tomó al niño del suelo, lo puso
sobre el pecho del abuelo, después le cruzó los
brazos sobre el cuerpecito minúsculo, ahora sí, ya
están acomodados, preparados para su descanso, podemos
comenzar a lanzarles la tierra por encima, con cuidado, poco a
poco, para que todavía puedan mirarnos algún tiempo
más, para que puedan despedirse de nosotros, oigamos lo
que están diciendo, adiós hijas mías,
adiós yerno, adiós tíos, adiós madre.
Cuando la sepultura estuvo llena, el hombre aplanó y
alisó la tierra para que no se notara, si alguien pasase
por ahí, que había personas enterradas.
Colocó una piedra a la cabecera y otra más
pequeña a los pies, a continuación esparció
sobre la tumba las hierbas que había cortado antes con la
azada, otras plantas, vivas, en pocos días
tomarán el lugar de estas que, marchitas, muertas,
resecas, entrarán en el ciclo alimentario de la misma
tierra de que habían brotado. El hombre midió a
pasos largos la distancia entre el árbol y la tumba,
fueron doce, después se colocó en el hombro la pala
y la azada, Vamos, dijo. La luna había desaparecido, el
cielo estaba otra vez cubierto. Comenzó a llover cuando
acababan de enganchar la mula al carromato.

Los actores del dramático lance que acaba de ser
descrito con desusada minucia en un relato que hasta ahora
había preferido ofrecer al lector curioso, por decirlo
así, una visión panorámica de los hechos,
fueron, cuando su inopinada entrada en escena, clasificados como
campesinos pobres. El error, resultado de una impresión
precipitada del narrador, de un examen que no pasó de
superficial, deberá, por respeto a la verdad, ser
inmediatamente rectificado. Una familia campesina pobre, pobre de
verdad, nunca llegaría a ser propietaria de un carromato
ni tendría posibles para sustentar un animal de tanto
alimento como es la mula. Se trataba, sí, de una familia
de pequeños agricultores, gente acomodada en la modestia
del medio en que vivían, personas con educación e
instrucción escolar suficiente para poder mantener entre
sí diálogos no sólo gramaticalmente
correctos, sino también con eso que algunos, a falta de
mejor expresión, suelen llamar contenido, otros sustancia,
otros, más pegados a la tierra, seso. Si así no
fuera, nunca jamás la tía soltera habría
sido capaz de poner en pie aquella tan hermosa frase antes
comentada, Qué dirán los vecinos cuando descubran
que ya no están aquí aquellos que, sin morir, a la
muerte estaban. Corregido a tiempo el lapso, restituida la verdad
en su lugar, veamos qué dicen los vecinos. A pesar de las
precauciones adoptadas, alguien vio el carromato y se
extrañó de la salida de esos tres a tales horas.
Precisamente ésa fue la pregunta que se hizo el vecino
vigilante, Adonde irán esos tres a semejante hora,
repetida a la mañana siguiente, con un pequeño
cambio, al yerno del viejo agricultor, Adonde ibais a esa hora de
la noche. El interpelado respondió que tenían que
resolver un asunto, pero el vecino no se dio por satisfecho, Un
asunto a medianoche, en carromato, con tu mujer y tu
cuñada, qué cosa tan rara, dijo, Será raro,
pero es así, Y de dónde veníais cuando el
cielo comenzaba a clarear, Eso no te importa, Tienes
razón, perdona, realmente no es de mi incumbencia, pero en
todo caso sí puedo preguntarte cómo se encuentra tu
suegro, Igual, Y tu sobrino pequeño, También, Ah,
me alegra que los dos mejoren, Gracias, Hasta luego, Hasta luego.
El vecino dio unos pasos, se detuvo, volvió atrás,
Me pareció ver algo en el carromato, me pareció que
tu hermana llevaba un niño en los brazos, y, si era
así, entonces lo más probable es que el bulto
tumbado que me pareció ver, cubierto con una manta, fuese
tu suegro, sobre todo teniendo en cuenta, Teniendo en cuenta
qué, Teniendo en cuenta que cuando regresasteis el
carromato venía vacío y tu hermana no traía
ningún niño en los brazos, Por lo visto, no duermes
de noche, Tengo un sueño delicado, me despierto con
facilidad, Te despertaste cuando nos fuimos, te despertaste
cuando regresamos, eso se llama coincidencia, Así es, Y
quieres que te diga lo que ha pasado, Si quieres, Ven conmigo.
Entraron en la casa, el vecino saludó a las tres mujeres,
No quiero molestar, dijo perturbado, y esperó.
Serás la primera persona que lo sepa, dijo el yerno, y no
tendrás que guardar el secreto porque no te lo vamos a
pedir, No me digas nada más que lo que quieras decir, Mi
suegro y mi sobrino han muerto esta noche, los llevamos al otro
lado de la frontera, donde la muerte mantiene su actividad, Los
habéis matado, exclamó el vecino, En cierto modo,
sí, ya que ellos no pudieron ir por sus propios pies, en
cierto modo, no, porque lo hicimos por orden de mi suegro, y en
cuanto al niño, pobrecito, no tenía querer ni vida
que vivir, quedaron enterrados bajo un fresno, puede decirse que
abrazados el uno al otro. El vecino se llevó las manos a
la cabeza, Y ahora, Ahora vas y lo cuentas por toda la aldea,
seremos detenidos por la policía, probablemente juzgados y
condenados por lo que no hemos hecho, Sí lo habéis
hecho, Un metro antes de la frontera estaban vivos, un metro
después ya estaban muertos, dime tú cuándo
los matamos, y cómo, Si no los hubieseis llevado,
Sí, estarían aquí, esperando la muerte que
no llega. Silenciosas, serenas, las tres mujeres miraban al
vecino. Me voy, dijo, realmente pensaba que algo había
sucedido, pero nunca pude imaginar que era esto, Tengo algo que
pedirte, dijo el yerno, Qué, Que me acompañes a la
policía, así no tendrás que ir de puerta en
puerta, por ahí, contándole a la gente los
terribles crímenes que hemos cometido, fíjate,
parricidio, infanticidio, Dios santo, qué monstruos viven
en esta casa, No lo contaría de esa manera, Ya lo
sé, acompáñame, Cuándo, Ahora mismo,
el hierro tiene que ser golpeado cuando está caliente,
Vamos.

No fueron condenados ni juzgados. Como un reguero de
pólvora, la noticia corrió veloz por todo el
país, los medios de comunicación vituperaron a los
infames, las hermanas asesinas, el yerno instrumento del crimen,
se lloraron lágrimas sobre el anciano y el inocente como
si fueran el abuelo y el nieto que todos desearían haber
tenido, por milésima vez los periódicos
bienpensantes que actuaban como barómetros de la moralidad
pública apuntaron el dedo hacia la imparable
degradación de los valores tradicionales de la familia,
fuente, causa y origen de todos los males en su opinión, y
he aquí que cuarenta y ocho horas después
comenzaron a llegar informaciones sobre prácticas
idénticas que estaban sucediendo en todas las regiones
fronterizas. Otros carromatos y otras mulas condujeron otros
cuerpos inermes, falsas ambulancias dieron vueltas y vueltas por
veredas abandonadas hasta llegar al lugar donde deberían
descargarlos, en general sujetos durante el trayecto por los
cinturones de seguridad o, en algún censurable caso,
escondidos en los portaequipajes y cubiertos con una manta,
coches de todas las marcas, modelos y precios transportaron hasta
esta nueva guillotina cuyo filo, con perdón por la
libérrima comparación, era la finísima
línea fronteriza, invisible para ojos desnudos, a los
infelices que la muerte, en el lado de aquí, había
mantenido en situación de pena suspendida. No todas las
familias que procedieron así podían alegar en su
defensa los motivos de algún modo respetables, aunque
obviamente discutibles, presentados por nuestros conocidos y
angustiados agricultores que, muy lejos de imaginar las
consecuencias, dieron inicio al tráfico. Algunas en el
expediente de ir a evacuar al padre o al abuelo en territorio
extranjero vieron nada más que una manera limpia y eficaz,
radical sería el término exacto, de verse libres de
los auténticos pesos muertos que sus moribundos eran en
casa. Los medios de comunicación que antes vituperaron
enérgicamente a las hijas y al yerno del viejo enterrado
con el nieto, incluyendo después en esa reprobación
a la tía soltera, acusada de complicidad y connivencia,
estigmatizaban ahora la crueldad y la falta de patriotismo de
personas de apariencia decente que en esta circunstancia de
gravísima crisis nacional dejaban caer la máscara
hipócrita tras la cual escondían su verdadero
carácter. Presionado por los gobiernos de los tres
países limítrofes y por la oposición
política interna, el jefe del gobierno condenó la
inhumana acción, apeló al respeto por la vida y
anunció que las fuerzas armadas tomarían de
inmediato posiciones a lo largo de la frontera para impedir el
paso de cualquier ciudadano en estado de disminución
física terminal, ya fuera el intento por iniciativa
propia, o determinado por arbitraria decisión de los
parientes. En el fondo, en el fondo, pero de esto, claro
está, no osó hablar el primer ministro, el gobierno
no veía con tan malos ojos un éxodo que, en
último análisis, servía el interés
del país en la medida en que ayudaba a bajar una
presión demográfica en aumento continuo desde
hacía tres meses, aunque todavía lejos de alcanzar
niveles inquietantes. Tampoco dijo el jefe del gobierno que ese
mismo día se había reunido discretamente con el
ministro del interior con el objetivo de planear la
colocación de vigilantes, o espías, en todas las
localidades del país, ciudades, pueblos y aldeas, con la
misión de comunicarle a las autoridades cualquier
movimiento sospechoso de personas afines a pacientes en
situación de muerte parada. La decisión de
intervenir o de no intervenir sería ponderada caso por
caso, puesto que no era objetivo del gobierno frenar del todo
este brote migratorio de nuevo tipo, sino dar una
satisfacción parcial ante las preocupaciones de los
gobiernos de los países con fronteras comunes, lo
suficiente para acallar durante algún tiempo las
reclamaciones. No estamos aquí para hacer lo que ellos
quieren, dijo con autoridad el primer ministro, Todavía
quedan fuera del plan los pequeños caseríos, las
heredades, las casas aisladas, notó el ministro del
interior, A ésos vamos a dejarlos tranquilos, que hagan lo
que entiendan, bien sabe, querido ministro, por experiencia, que
es imposible colocar un policía al lado de cada
persona.

Durante dos semanas el plan funcionó más o
menos a la perfección, pero, a partir de ahí, unos
cuantos vigilantes comenzaron a quejarse de que estaban
recibiendo amenazas por teléfono, conminándolos, si
querían vivir una vida tranquila, a hacer vista gorda al
tráfico clandestino de pacientes terminales, e incluso a
cerrar los ojos por completo si no querían aumentar con
sus propios cuerpos la cantidad de personas de cuya
observación habían sido encargados. No eran
palabras vanas, como se vio cuando las familias de cuatro
vigilantes fueron avisadas mediante llamadas anónimas de
que deberían recogerlos en determinados lugares. Tal como
se encontraban, o sea, no muertos, pero vivos tampoco. Ante la
gravedad de la situación, el ministro del interior
decidió mostrarle su poder al desconocido enemigo,
ordenando, por un lado, que los espías intensificaran la
acción investigadora y, por otro lado, cancelando el
sistema a cuentagotas, éste sí, éste no, que
venía siendo aplicado de acuerdo con la táctica del
primer ministro. La respuesta fue inmediata, otros cuatro
vigilantes sufrieron la triste suerte de los anteriores, pero, en
este caso, sólo hubo una llamada telefónica,
dirigida al ministerio del interior, que lo mismo podría
entenderse que era una provocación o una acción
determinada por la pura lógica, como quien dice, Nosotros
existimos. El mensaje, sin embargo, no acababa aquí,
traía anexa una propuesta constructiva, Establezcamos un
acuerdo de caballeros, dijo la voz del otro lado, el ministerio
manda que se retiren los vigilantes y nosotros nos encargamos de
transportar directamente a los pacientes, Quiénes son
ustedes, preguntó el director del servicio que
atendió la llamada, Sólo un grupo de personas
amantes del orden y de la disciplina, gente de gran competencia
en su especialidad, que detesta la confusión y cumple
siempre lo que promete, gente honesta, en definitiva, Y ese grupo
tiene nombre, quiso saber el funcionario, Hay quien nos llama
maphia, con ph, Por qué con ph, Para distinguirnos de la
otra, de la clásica, El estado no hace acuerdos con
mafias, En papeles con firmas reconocidas por notario, claro que
no, Ni de ésos ni de otros, Cuál es su cargo, Soy
director de servicio, O sea, alguien que no conoce nada de la
vida real, Tengo mis responsabilidades, La única que nos
interesa en este momento es que traslade la propuesta a quien le
concierna, al ministro, si tiene acceso, No tengo acceso al
ministro, pero esta conversación será
inmediatamente conocida por la jerarquía, El gobierno
tiene cuarenta y ocho horas para estudiar la propuesta, ni un
minuto más, pero avise a su jerarquía de que
habrá nueve vigilantes en coma si la respuesta no es la
que esperamos, Así lo haré, Pasado mañana, a
esta hora, volveré a llamarlo para conocer la
decisión, La nota está tomada, Ha sido un placer
hablar con usted, No puedo decirle lo mismo, Estoy seguro de que
comenzará a cambiar de opinión cuando sepa que los
vigilantes regresan sanos y salvos a sus casas, si todavía
recuerda oraciones de su infancia, vaya rezando para que eso sea
lo que ocurra, Comprendo, Sabía que lo entendería,
Así es, Cuarenta y ocho horas, ni un minuto más,
Con toda seguridad, no seré yo quien le atienda, Pues yo
tengo toda la seguridad de que sí, Por qué, Porque
el ministro no querrá hablar directamente conmigo,
además, si las cosas salen mal será usted quien
cargue con las culpas, recuerde que lo que proponemos es un
acuerdo entre caballeros, Sí señor, Buenas tardes,
Buenas tardes. El director del servicio retiró la cinta
magnetofónica de la grabadora y fue a hablar con la
jerarquía.

Media hora después el casete estaba en manos del
ministro del interior. Este lo oyó, lo volvió a
oír, lo oyó por tercera vez, después
preguntó, Ese director de servicio es persona de
confianza, Hasta hoy no he tenido el menor motivo de queja,
respondió la jerarquía, Tampoco el mayor, espero,
Ni el mayor ni el menor, dijo la jerarquía, que no
había notado la ironía. El ministro sacó el
casete del grabador y desenrolló la cinta. Cuando hubo
terminado, la puso sobre un cenicero de cristal y le
acercó la llama de un mechero. La cinta comenzó a
arrugarse, a retorcerse, y en menos de un minuto estaba
transformada en un enredo ennegrecido, quebradizo e informe.
Ellos también deben de haber grabado el diálogo con
el director de servicio, dijo la jerarquía, No importa,
cualquiera podría simular una conversación por
teléfono, con dos voces y una grabadora, es más que
suficiente, lo que aquí cuenta es que nosotros destruyamos
nuestra cinta, quemado el original quedan quemadas de antemano
todas las copias que se podrían hacer, No necesita que le
diga que la telefonista conserva los registros, Providenciaremos
que ésos desaparezcan también, Sí
señor, y ahora, si me lo permite, me retiro, lo dejo para
que pueda pensar en el asunto, Ya está pensado, no se
vaya, Realmente no me sorprende, usted goza del privilegio de
tener un pensamiento agilísimo, Lo que acaba de decir
sería una lisonja si no fuera realidad, es verdad, pienso
con rapidez, Aceptará la propuesta, Haré una
contrapropuesta, Me temo que no la acepten, los términos
que usó el emisario, además de perentorios, eran
más que amenazadores, habrá nuevos vigilantes en
coma si la respuesta no es la que esperamos, éstas fueron
las palabras, Querido amigo, la respuesta que vamos a darles es
precisamente que esperen, No comprendo, Querido amigo, su
problema, y lo digo sin ánimo de ofender, es que no es
capaz de pensar como un ministro, Culpa mía, lo lamento,
No lo lamente, si alguna vez lo llaman para servir al país
en funciones ministeriales verá como el cerebro le da una
vuelta en el preciso momento en que se siente en un sillón
como éste, ni se imagina la diferencia, Alimentar
fantasías no me llevaría muy lejos, soy un
funcionario, Conoce el dicho antiguo, nunca digas de esta agua no
beberé, Ahora mismo tiene usted delante agua bastante
amarga para beber, dijo la jerarquía apuntando los restos
de la cinta quemada, Cuando se sigue una estrategia bien definida
y se conocen con suficiencia los datos de la cuestión, no
es difícil trazar una línea de acción
segura, Soy todo oídos, señor ministro, Pasado
mañana, su director de servicio, puesto que será
él quien responda al emisario, él es el negociador
por parte del ministerio, y nadie más, dirá que
estamos de acuerdo en examinar la propuesta que nos hicieron,
pero inmediatamente adelantará que la opinión
pública y la oposición al gobierno jamás
permitirían que esos miles de vigilantes fueran retirados
de su misión sin una explicación aceptable, Y
está claro que la explicación aceptable no puede
ser que la maphia se ocupa ahora del negocio, Así es,
aunque se podría haber dicho lo mismo con términos
mejor elegidos, Perdone, señor ministro, me ha salido sin
pensar, Bien, llegados a este punto, el director de servicio
presentará una contrapropuesta, que podremos llamar
también sugerencia alternativa, o sea, los vigilantes no
serán retirados, permanecerán en los lugares donde
ahora se encuentran, pero desactivados, Desactivados, Sí,
creo que la palabra es bastante clara, Sin duda, señor
ministro, sólo he expresado mi sorpresa, No veo de
qué, es la única manera que tenemos de no parecer
que cedemos al chantaje de esa banda de bellacos, Aunque en
realidad hayamos cedido, Lo importante es que no lo parezca, que
mantengamos la fachada, lo que suceda detrás ya no
será de nuestra responsabilidad, Por ejemplo, Imaginemos
que interceptamos ahora un transporte y detenemos a los tipos, no
es necesario decir que esos riesgos ya estaban incluidos en la
factura que los parientes tuvieron que pagar, No habrá
factura ni recibo, la maphia no paga impuestos, Es una manera de
hablar, lo que interesa en este caso es el hecho de que todos
acabaremos ganando, nosotros, que nos quitamos un peso de encima,
los vigilantes, que no volverán a ser lastimados en su
integridad física, las familias, que descansarán
sabiendo que sus muertos-vivos se convertirán finalmente
en vivos-muertos, y la maphia, que cobrará por el trabajo,
Un arreglo perfecto, señor ministro, Que además
cuenta con la fortísima garantía de que nadie
está interesado en abrir la boca, Creo que tiene
razón, Tal vez, estimado amigo, su ministro le esté
pareciendo demasiado cínico, De ningún modo,
señor ministro, sólo admiro la rapidez con que ha
conseguido poner todo en pie, tan firme, tan lógico, tan
coherente, La experiencia, amigo, la experiencia, Voy a hablar
con el director de servicio, le transmitiré sus
instrucciones, estoy convencido de que hará bien el
recado, tal como le dije antes, nunca me ha dado la menor
razón de queja, Ni la mayor, creo, Ni ninguna de
éstas, ni ninguna de aquéllas, respondió la
jerarquía, que por fin comprendió la finura del
jocoso toque.

Todo, o casi todo, para ser más precisos,
pasó como el ministro había pronosticado.
Exactamente a la hora establecida, ni un minuto antes, ni un
minuto después, el emisario de la asociación de
delincuentes que se hacía llamar maphia telefoneó
para oír lo que el ministerio tenía que decirle. El
director de servicio desempeñó con nota alta la
incumbencia que le había sido encomendada, fue firme y
claro, persuasivo en la cuestión fundamental, es decir,
los vigilantes permanecerían en sus puestos, aunque
desactivados, y tuvo la satisfacción de recibir a cambio,
y luego transmitir a la jerarquía, la mejor de las
respuestas posibles en la circunstancia actual, la de que la
sugerencia alternativa del gobierno iba a ser atentamente
examinada y así que pasaran veinticuatro horas se
realizaría otra llamada telefónica. Así
sucedió. Del examen resultó que la propuesta del
gobierno podría ser aceptada, pero con una
condición, la de que sólo serían
desactivados aquellos vigilantes que se mantuvieran leales al
gobierno, o, dicho con otras palabras, aquellos a quienes la
maphia, simplemente, no los hubiera convencido para colaborar con
el nuevo patrón, o sea, ella misma. Hagamos un esfuerzo
por entender el punto de vista de los criminales. Colocados ante
una compleja operación de larga duración a escala
nacional, y teniendo que emplear una buena parte de su
más experimentado personal en las visitas a las familias
que en principio pudieran estar inclinadas a deshacerse de sus
seres queridos para loablemente ahorrarles sufrimientos no
sólo inútiles sino eternos, estaba muy claro que
les convenía, en la medida de lo posible, y utilizando
para tal sus armas preferidas, corrupción, soborno,
intimidación, aprovechar los servicios de la gigantesca
red de informadores ya montada por el gobierno. Contra esa piedra
de repente lanzada en medio del camino la estrategia del ministro
del interior patinó con grave daño para la dignidad
del estado y del gobierno. Atrapado entre la espada y la pared,
entre escila y caribdis, entre martillo y tenazas, corrió
a comentar con el primer ministro el inesperado nudo gordiano que
se acababa de presentar. Lo malo era que las cosas habían
ido demasiado lejos para que ahora se pudiera dar marcha
atrás. El jefe del gobierno, pese a tener más
experiencia que el ministro del interior, no encontró
mejor salida para el conflicto que proponer una nueva
negociación, ahora con el establecimiento de una especie
de numerus clausus, algo así como el veinticinco por
ciento del número total de vigilantes en actividad que,
como máximo, pasaría a trabajar para la otra parte.
Una vez más le correspondería al director de
servicio transmitir a un interlocutor ya impaciente la plataforma
conciliatoria con la que, forzados por su propia ansiedad que
alentaba esperanzas, el jefe del gobierno y el ministro del
interior confiaban en que el acuerdo finalmente sería
homologado. Sin firmas, dado que se trata de un acuerdo entre
caballeros, de esos que basta con empeñar la palabra
simplemente, prescindiendo, como nos explica el diccionario, de
formalidades legales. Era no tener la menor idea de lo retorcido
y maligno que es el espíritu de los maphiosos. En primer
lugar, no establecieron ningún plazo para la respuesta,
dejando sobre ascuas al pobre ministro del interior, ya resignado
a entregar su carta de dimisión. En segundo lugar, cuando
al cabo de varios días decidieron que deberían
telefonear fue sólo para decir que todavía no
habían llegado a ninguna conclusión acerca de si la
plataforma sería tolerablemente conciliatoria para ellos,
y, de paso, así como quien no quiere la cosa, aprovecharon
la ocasión para informar que no tenían ninguna
responsabilidad en el lamentable hecho de que el día
anterior hubieran sido encontrados en pésimo estado de
salud otros cuatro vigilantes. En tercer lugar, gracias a que
toda espera tiene su fin, tanto si es feliz como infeliz, la
respuesta que la dirección general maphiosa
comunicó al gobierno, vía director de servicio y
jerarquía, se dividía en dos puntos, a saber, punto
a, el numerus clausus no sería de veinticinco por ciento,
sino de treinta y cinco, punto b, siempre que lo consideraran
conveniente para sus intereses, y sin necesidad de previa
consulta a las autoridades y menos aún consentimiento, la
organización exigía que le fuera reconocido el
derecho a traspasar vigilantes para su propio servicio, en los
lugares donde se encontraran vigilantes desactivados, siendo
obvio decir que aquéllos ocuparían los lugares de
éstos. Era tomar o dejar. Ve alguna manera de escapar de
esta disyuntiva, le preguntó el jefe del gobierno al
ministro del interior, Ni siquiera creo que exista, señor,
si nos negamos supongo que tendremos cuatro vigilantes
inutilizados para el servicio y para la vida cada día que
pase, si aceptamos, estaremos en manos de esa gente dios sabe por
cuánto tiempo, Para siempre, o al menos mientras haya
familias que se quieran ver libres a cualquier precio de los
estorbos que tienen en casa, Eso acaba de darme una idea, No
sé si debo alegrarme, He hecho lo mejor que podía,
señor primer ministro, si me he convertido en un estorbo
de otro tipo sólo tiene que decir una palabra, Adelante,
no sea tan susceptible, qué idea es ésa, Creo,
señor primer ministro, que nos encontramos ante un
clarísimo ejemplo de oferta y demanda, Y eso viene a
propósito de qué, estamos hablando de personas que
en este momento sólo tienen una manera de morir, Tal como
en la duda clásica acerca de qué apareció
primero, si el huevo o la gallina, tampoco se puede distinguir
siempre si la demanda precedió a la oferta o si, por el
contrario, fue la oferta la que puso en movimiento la demanda,
Estoy viendo que no sería mala política sacarlo de
la cartera de interior y ponerlo en la de economía, No son
tan diferentes como se supone, señor primer ministro, de
la misma manera que en el interior existe una economía,
existe también en la economía un interior, son
vasos comunicantes, por decirlo así, No divague,
dígame cuál es la idea, Si a aquella primera
familia no se le hubiese ocurrido que la solución del
problema podría estar esperando al otro lado de la
frontera, tal vez la situación en que hoy nos
encontráramos sería diferente, si muchas familias
no hubiesen seguido el ejemplo después, la maphia no
habría aparecido queriendo explotar un negocio que
simplemente no existiría, En teoría es así,
aunque, como sabemos, ellos sean capacísimos de exprimir
de una piedra el agua que no tiene y después venderla
más cara, pero de un modo u otro sigo sin ver qué
idea es esa suya, Es simple, señor primer ministro,
Ojalá lo sea, En pocas palabras, estancar el caudal de
oferta, Y eso cómo se conseguiría, Convenciendo a
las familias, en nombre de los más sagrados principios de
humanidad, de amor al prójimo y de solidaridad, para
quedarse con sus enfermos terminales en casa, Y cómo cree
que se podrá producir ese milagro, Estoy pensando en una
gran campaña de publicidad en todos los medios de
difusión, prensa, televisión y radio, incluyendo
manifestaciones en la calle, sesiones de aclaración,
distribución de panfletos y pegatinas, teatro de calle y
de sala, cine, sobre todo dramas sentimentales y dibujos
animados, una campaña capaz de emocionar hasta las
lágrimas, una campaña que induzca al
arrepentimiento a los parientes desviados de sus deberes y
obligaciones, que haga a las personas solidarias, abnegadas,
compasivas, estoy convencido de que en poquísimo tiempo
las familias pecadoras serían conscientes de la
imperdonable crudeza de su actual comportamiento y
regresarían a los valores transcendentales que
todavía no hace mucho eran sus más sólidos
fundamentos, Mis dudas aumentan cada minuto, ahora me pregunto si
no debería ofrecerle la cartera de cultura, o la de los
cultos, para la que también le encuentro cierta
vocación, O también puede, señor primer
ministro, reunir las tres carteras en un mismo ministerio, Y ya
puestos, también la de economía, Sí, por eso
de los vasos comunicantes, Para la que no serviría,
querido amigo, sería para la de propaganda, esa idea de
una campaña de publicidad que haga regresar a las familias
al redil de las almas sensibles es un perfecto disparate, Por
qué, señor primer ministro, Porque, en realidad,
campañas de ese tipo sólo le sirven a quien las
cobra, Hemos hecho muchas, Sí, con los resultados que se
conocen, además, volviendo a la cuestión que nos
debe ocupar, aunque su campaña tuviera resultado, no
sería ni para hoy ni para mañana, y yo tengo que
tomar una decisión ahora mismo, Aguardo sus
órdenes, señor primer ministro. El jefe del
gobierno sonrió desalentado, Todo esto es ridículo,
absurdo, dijo, sabemos muy bien que no tenemos dónde
elegir y que las propuestas que hemos hecho sólo han
servido para agravar la situación, Siendo así,
Siendo así, y si no queremos cargar nuestra conciencia con
cuatro vigilantes al día empujados a golpes hasta el
portón de entrada de la muerte, no nos queda otro camino
que no sea aceptar las condiciones que nos han propuesto,
Podíamos desencadenar una operación policial
relámpago, una redada, meter en la cárcel a unas
cuantas docenas de maphiosos, tal vez consiguiéramos que
dieran marcha atrás, La única manera de liquidar al
dragón es cortarle la cabeza, limarle las uñas no
sirve de nada, Para algo servirá, Cuatro vigilantes por
día, recuerde, señor ministro del interior, cuatro
vigilantes por día, es mejor reconocer que nos encontramos
atados de pies y manos, La oposición nos va a atacar con
la mayor violencia, nos acusarán de haber vendido el
país a la maphia, No dirán país,
dirán patria, Peor todavía, Esperemos que la
iglesia nos eche una mano, imagino que serán receptivos al
argumento de que, además de fornecerles unos cuantos
muertos útiles, tomamos esta decisión para salvar
vidas, Ya no se puede decir salvar vidas, señor primer
ministro, eso era antes, Tiene razón, será
necesario inventar otra expresión.

Hubo un silencio. Después el jefe del gobierno
dijo, Acabemos con esto, dé las instrucciones necesarias a
su director de servicio y comience a trabajar en el plan de
desactivación, también necesitamos saber
cuáles son las ideas de la maphia acerca de la
distribución territorial del veinticinco por ciento de
vigilantes que constituirá el numerus clausus, Treinta y
cinco por ciento, señor primer ministro, No le agradezco
que me haya recordado que nuestra derrota todavía es
más grande que la que ya desde el principio parecía
inevitable, Es un triste día, Las familias de los cuatro
siguientes vigilantes, si supieran lo que está pasando
aquí, no lo llamarían así, Y pensar que esos
cuatro vigilantes mañana podrán estar trabajando
para la maphia, Así es la vida, querido titular del
ministerio de los vasos comunicantes, Del interior, señor
primer ministro, del interior, Ése es el depósito
central.

Se podrá pensar que, tras tantas y tan
vergonzosas capitulaciones como fueron las del gobierno durante
el toma y daca de las transacciones con la maphia, que llegaron
al extremo de consentir que humildes y honestos funcionarios
públicos pasaran a trabajar a jornada completa para la
organización criminal, se podrá pensar,
decíamos, que ya mayores bajezas morales no serán
posibles. Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por los
pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma
la batuta y dirige el concierto sin atender lo que está
escrito en la pauta, lo más seguro es que la lógica
imperativa de la villanería acabe demostrando, a la
postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones que
bajar. A través del ministerio competente, el de defensa,
llamado de guerra en tiempos más sinceros, fueron
despachadas instrucciones para que las fuerzas del
ejército que habían sido colocadas a lo largo de la
frontera se limitasen a vigilar las carreteras principales, sobre
todo las que conducían a los países vecinos,
dejando entregadas a su bucólica paz las de segunda y
tercera categoría, y también, por razones de peso,
la tupida red de caminos vecinales, de veredas, de sendas, de
trochas y de atajos. Como no podía ser de otra manera,
esto significó el regreso a los cuarteles de la mayor
parte de esas fuerzas, lo que, si es verdad que fue gran motivo
de alegría para la tropa rasa, incluidos cabos y
furrieles, hartos todos de guardias y rondas diurnas y nocturnas,
causó, por el contrario, un encendido disgusto en el nivel
de los sargentos, por lo visto más conscientes que el
resto del personal de la importancia de los valores del honor
militar y del servicio a la patria. Sin embargo, si el movimiento
capilar de ese disgusto pudo subir hasta los alféreces, si
después perdió un tanto de su ímpetu a la
altura de los tenientes, lo cierto es que volvió a ganar
fuerza, y mucha, cuando alcanzó el nivel de los capitanes.
Claro que ninguno de ellos se atrevería a pronunciar en
voz alta la peligrosa palabra maphia, pero, cuando
debatían unos con los otros, no podían evitar traer
a colación el hecho de que en los días anteriores a
la desmovilización habían sido interceptadas
numerosas furgonetas que transportaban enfermos terminales, en
las que viajaba al lado del conductor un vigilante oficialmente
acreditado que, antes incluso de que se lo pidiesen,
exhibía, con todos los necesarios timbres, firmas y sellos
estampados, un papel en que, por motivo de interés
nacional, expresamente se autorizaba el transporte del paciente
fulano de tal a destino no especificado, pero
determinándose que las fuerzas militares deberían
considerarse obligadas a prestar toda la colaboración que
les fuese solicitada para garantizar a los ocupantes de la
furgoneta la perfecta efectividad de la operación de
traslado. Nada de esto podría suscitar dudas en el
espíritu de los dignos sargentos si, por lo menos en siete
casos, no se hubiera dado la extraña casualidad de que el
vigilante hubiera guiñado un ojo al soldado en el preciso
momento en que le pasaba el documento para su
verificación. Considerando la dispersión
geográfica de los lugares en que estos episodios de la
vida de campaña habían ocurrido, fue inmediatamente
abandonada la posibilidad de que se tratara de un gesto,
digámoslo así, equívoco, algo que tuviera
que ver con los manejos de la más primaria
seducción entre personas del mismo sexo o de sexos
diferentes, para el caso daba lo mismo. El nerviosismo de que los
vigilantes dieron entonces claras muestras, unos más que
otros, es cierto, pero todos de tal manera que más
parecían estar lanzando al mar una botella con un papel
dentro pidiendo socorro, indujo a pensar a la perspicaz
corporación de los sargentos que en las furgonetas iba
escondido ese sobre todos famoso gato que siempre encuentra la
manera de dejar la punta del rabo fuera cuando quiere que lo
descubran. Después llegó la inexplicable orden de
regresar a los cuarteles, luego unos bisbiseos aquí y
allí, nacidos no se sabe ni cómo ni dónde,
pero que algunos cotillas, en confidencia, insinuaban que
podrían nacer en el propio ministerio del interior. Los
periódicos de la oposición se hicieron eco del mal
ambiente que se respiraba en los cuarteles, los periódicos
afectos al gobierno negaron vehementemente que tales miasmas
estuvieran envenenando el espíritu de cuerpo de las
fuerzas armadas, pero lo cierto es que los rumores de que se
estaba preparando un golpe militar, aunque nadie pudiera explicar
por qué ni para qué, crecieron por todas partes e
hicieron que de momento pasara a segundo plano del interés
público el problema de los enfermos que no morían.
No es que éste se hubiera olvidado, como probaba una frase
puesta en circulación entonces y muy repetida por los
frecuentadores de cafés, Por lo menos, se decía,
aunque acabe produciéndose un golpe militar, de una cosa
podemos estar seguros, por más tiros que se den unos a
otros no conseguirán matar a nadie. Se esperaba de un
momento a otro un dramático llamamiento del rey en favor
de la concordia nacional, un comunicado del gobierno anunciando
un paquete de medidas urgentes, una declaración de los
altos mandos del ejército y de la aviación, porque,
al no haber mar, marina tampoco había, reclamando
fidelidad absoluta a los poderes legítimamente
constituidos, un manifiesto de escritores, una toma de
posición de los artistas, un concierto solidario, una
exposición de carteles revolucionarios, una huelga general
promovida conjuntamente por las dos centrales sindicales, una
pastoral de los obispos llamando a la oración y al ayuno,
una procesión de penitentes, una distribución
masiva de panfletos amarillos, azules, verdes, rojos, blancos,
incluso se llegó a hablar de la convocatoria de una
manifestación gigantesca en la que participaran los
millares de personas de todas las edades y condiciones que se
encontraban en estado de muerte suspendida, desfilando por las
principales avenidas de la capital en camillas, sillas de ruedas,
ambulancias o en las espaldas de los hijos más robustos,
con una pancarta enorme abriendo la manifestación, que
diría, sacrificando nada menos que cuatro comas por la
eficacia del dístico, Nosotros que tristes aquí
vamos, a vosotros felices os esperamos. Al final nada de esto
llegó a ser necesario. Es verdad que las sospechas de una
participación directa de la maphia en el transporte de
enfermos no se disiparon, es verdad que llegaron a reforzarse a
la luz de algunos sucesos subsecuentes, pero una sola hora
sería suficiente para que la súbita amenaza del
enemigo externo sosegase las disposiciones fratricidas y reuniese
los tres estados, clero, nobleza y pueblo, todavía
vigentes en el país pese al progreso de las ideas,
alrededor de su rey y, si bien con ciertas justificadas
reticencias, de su gobierno. El caso, como casi siempre, se
cuenta en breves palabras.

Irritados por la continua invasión de sus
territorios por comandos de enterradores, maphiosos o
espontáneos, procedentes de aquella tierra aberrante donde
nadie moría, y tras no pocas protestas diplomáticas
que de nada sirvieron, los gobiernos de los tres países
limítrofes decidieron, en una acción concertada,
avanzar sus tropas y guarnecer las fronteras, con orden taxativa
de disparar al tercer aviso. Viene a propósito referir que
la muerte de unos cuantos maphiosos abatidos prácticamente
a quemarropa después de haber atravesado la línea
de separación, siendo lo que solemos llamar gajes del
oficio, sirvió de pretexto para que la organización
subiese los precios de la minuta de servicios prestados en el
apartado de seguridad personal y riesgos operativos. Mencionado
este ilustrativo pormenor acerca del funcionamiento de la
administración maphiosa, pasemos a lo que importa. Una vez
más, sorteando con una maniobra táctica impecable
las perplejidades del gobierno y las dudas de los altos mandos de
las fuerzas armadas, los sargentos retomaron la iniciativa y
fueron, a la vista de todo el mundo, los promotores, y como
consecuencia también los héroes, del movimiento
popular de protesta que salió de casa para exigir, en
masa, en las plazas, en las avenidas y en las calles, el regreso
inmediato de las tropas al frente de batalla. Indiferentes,
impasibles ante los gravísimos problemas con que la patria
de acá se debatía, a brazo partido con su
cuádruple crisis, demográfica, social,
política y económica, los países del otro
lado por fin se quitaron las caretas y mostraron a la luz del
día su verdadero rostro, el de duros conquistadores e
implacables imperialistas. Lo que pasa es que nos tienen envidia,
se decía en las tiendas y en los hogares, se oía en
la radio y en la televisión, se leía en los
periódicos, lo que pasa es que tienen envidia de que en
nuestra patria no se muera, por eso nos quieren invadir y ocupar
el territorio, para no morir tampoco. En dos días, a
marchas forzadas y con banderas al viento, cantando canciones
patrióticas como la marsellesa, el caira, la maría
de la fuente, el himno de la carta, el no verán
país ninguno, la bandiera rossa, la portuguesa, el god
save the king, la internacional, el deutschland über alies,
el chant du marais, as stars and stripes, los soldados volvieron
a los puestos de donde habían venido, y ahí,
armados hasta los dientes, aguardaron a pie firme el ataque y la
gloria. No hubo. Ni la gloria, ni el ataque. Poco de conquistas y
menos aún de imperios, lo que los dichos países
limítrofes pretendían era tan sólo que no
les fuesen a enterrar sin autorización esta nueva especie
de inmigrantes forzosos, y, todavía si se limitaran a
enterrar, vaya, pero igualmente iban a matar, asesinar, eliminar,
apagar, ya que era en aquel exacto y fatídico momento en
que, con los pies por delante para que la cabeza pudiese darse
cuenta de lo que estaba pasando con el resto del cuerpo,
atravesaban la frontera, cuando los infelices fenecían,
exhalaban el último suspiro. Puestos están frente a
frente los dos valerosos campos, pero tampoco esta vez la sangre
llegará al río. Y miren que no fue por voluntad de
los soldados del lado de acá, porque éstos
tenían la certeza de que no iban a morir incluso si una
ráfaga de ametralladora los cortase por la mitad. Aunque
por más que legítima curiosidad científica
debamos preguntarnos cómo podrían sobrevivir las
dos partes separadas en aquellos casos en que el estómago
se quedara en un lado y los intestinos en otro. Sea como fuere,
sólo a un perfecto loco de atar se le ocurriría la
idea de disparar el primer tiro. Y ése, a Dios gracias, no
llegó a ser disparado. Ni siquiera la circunstancia de que
algunos soldados del otro lado hayan decidido desertar hacia el
dorado en que no se muere tuvo otra consecuencia que la de ser
devueltos inmediatamente al origen, donde ya un consejo de guerra
estaba a su espera. El hecho que acabamos de contar es del todo
irrelevante para el discurrir de la trabajosa historia que
venimos narrando y de él no volveremos a hablar, pero, aun
así, no quisimos dejarlo entregado a la oscuridad del
tintero. Lo más probable es que el consejo de guerra
decida a priori no tener en cuenta en sus deliberaciones la
ingenua ansia de vida eterna que desde siempre habita en el
corazón humano, Adonde iría a parar esto si todos
viviéramos eternamente, sí, adonde iría a
parar esto, preguntará la acusación usando un golpe
de la más baja retórica, y la defensa,
permítasenos que lo adelantemos, no tuvo espíritu
para encontrar una respuesta a la altura de la ocasión,
tampoco ella tenía ninguna idea de adonde iría a
parar todo esto. Se espera que, por lo menos, no acaben fusilando
a los pobres diablos. Porque entonces bien se podría decir
que fueron a por lana y volvieron trasquilados.

Mudemos de asunto. Hablando de las desconfianzas de los
sargentos y de sus aliados alféreces y capitanes acerca de
una responsabilidad directa de la maphia en el transporte de los
pacientes hasta la frontera, habíamos adelantado que esas
desconfianzas se vieron reforzadas por unos cuantos subsecuentes
sucesos. Es el momento de revelar cuáles fueron y
cómo se desarrollaron. Siguiendo el ejemplo de lo que hizo
la familia de pequeños agricultores iniciadora del
proceso, lo que la maphia hace es atravesar simplemente la
frontera y enterrar muertos, cobrando por esto un dineral. Con
otra diferencia, que lo hace sin atender a la belleza de los
sitios, y sin preocuparse de apuntar en el cuaderno de
operaciones las referencias tipográficas y
orográficas que en el futuro podrían auxiliar a los
familiares llorosos y arrepentidos de su fechoría a
encontrar la sepultura y pedir perdón al muerto. Ora bien,
no es necesario estar dotado de una cabeza especialmente
estratégica para entender que los ejércitos
alineados en el otro lado de las tres fronteras han pasado a
constituirse en un serio obstáculo para la práctica
sepulcral que hasta ahí había transcurrido en la
más perfecta de las seguridades. Pero la maphia no
sería lo que es si no hubiera encontrado la
solución al problema. Es realmente una lástima,
permítasenos el comentario al margen, que tan brillantes
inteligencias como las que dirigen estas organizaciones
criminales se hayan apartado de los rectos caminos del
acatamiento a la ley y desobedecido el sabio precepto
bíblico que manda que ganemos el pan con el sudor de
nuestra frente, pero los hechos son los hechos, y aunque
repitiendo la palabra herida de adamastor, oh, que no sé
de enojo cómo lo cuente, dejaremos aquí la
desalentadora noticia del ardid de que la maphia se sirvió
para obviar una dificultad para la que, según todas las
apariencias, no se veía ninguna salida. Antes de proseguir
conviene aclarar que el término enojo que el épico
colocó en boca del infeliz gigante significaba entonces, y
sólo, tristeza profunda, pena, disgusto, pero, desde hace
algún tiempo a esta parte, la generalidad de la gente ha
considerado, y muy bien, que se estaba perdiendo una palabra
estupenda para expresar sentimientos como la repulsa, la
repugnancia, el asco, los cuales, como cualquier persona
reconocerá, nada tienen que ver con los enunciados arriba.
Con las palabras todo cuidado es poco, mudan de opinión
como las personas. Claro que lo del ardid no fue embutir, atar y
poner a secar, el asunto tuvo que dar sus vueltas, introdujo
emisarios con bigotes postizos y sombreros de ala caída,
telegramas cifrados, diálogos a través de
líneas secretas, por teléfono rojo, encuentros en
encrucijadas a medianoche, billetes debajo de una piedra, todo
cuanto más o menos ya conocimos en otras negociaciones,
esas en las que, por así decir, se jugaban vigilantes a
los dados. Tampoco se puede pensar que se trató, como en
el otro caso, de transacciones simplemente bilaterales.
Además de la maphia de este país en que no se
muere, participaron igualmente en las conversaciones las maphias
de los países limítrofes, pues ésa era la
única manera de resguardar la independencia de cada
organización criminal en el marco nacional en que operaba
y de su respectivo gobierno. No tendría ninguna
aceptación, incluso sería absolutamente
reprensible, que la maphia de uno de esos países entablara
negociaciones directas con la administración de otro
país. A pesar de todo, las cosas no han llegado hasta ese
punto, lo ha impedido hasta ahora, como un último pudor,
el sacrosanto principio de la soberanía nacional, tan
importante para las maphias como para los gobiernos, lo que,
siendo más o menos obvio en lo que a éstos se
refiere, sería bastante dudoso en relación a las
asociaciones criminales si no tuviéramos presente con
qué celosa brutalidad suelen defender sus territorios de
las ambiciones hegemónicas de sus colegas de oficio.
Coordinar todo esto, conciliar lo general con lo particular,
equilibrar los intereses de unos con los intereses de los otros,
no fue tarea fácil, lo que explica que durante dos largas
y tediosas semanas de espera los soldados se hayan pasado el
tiempo insultándose por los altavoces, aunque siempre
teniendo cuidado de no traspasar ciertos límites, de no
exagerar en el tono, no fuese a ocurrir que la ofensa se subiera
a la cabeza de algún teniente coronel susceptible y
ardiera Troya. Lo que más contribuyó para complicar
y demorar las negociaciones fue el hecho de que ninguna de las
maphias de los otros países dispusiera de vigilantes para
hacer con ellos lo que entendiesen, faltándoles,
consecuentemente, el irresistible medio de presión que tan
buenos resultados había dado aquí. Aunque este lado
oscuro de las negociaciones no haya llegado a transpirar, a no
ser por los rumores de siempre, existen fuertes presunciones de
que los mandos intermedios de los ejércitos de los
países limítrofes, con el indulgente
beneplácito del grado superior de la jerarquía, se
han dejado convencer, sólo dios sabe a qué precio,
por la argumentación de los portavoces de las maphias
locales, en el sentido de cerrar los ojos ante las indispensables
maniobras de ir y venir, de avanzar y retroceder, que en eso
consistía la solución del problema. Cualquier
niño habría sido capaz de tal idea, pero, para
hacerla efectiva, era necesario que, alcanzada la edad que
llamamos de la razón, se acercara a la puerta de la
sección de reclutamiento de la maphia para decir, Me trae
la vocación, cúmplase en mí vuestra
voluntad.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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